En medio de toda la inmundicia que genera el presente hay suaves destellos que permiten ausentarse por un rato del pulso de este mundo desgonzado. Pequeñas ráfagas de un aire purísimo que desafía los modales convulsos de la sociedad. Sucede así con la obra del fotógrafo gallego Virxilio Viéitez, al que el Museo de Arte Contemporáneo de Vigo dedica la primera gran retrospectiva. Su trabajo fue un secreto sólo revelado en las aldeas de las meigas y el ungüento, donde ejerció de retratista oficial a bordo de una Lambretta. No llegó al oficio por inspiración, sino por esa conspiración a la que empujan las necesidades. Y se mantuvo medio siglo con la cámara colgada a un hombro, atrapando en blanco y negro todos los colores del mundo, la fabulosa imaginería que exuda la vida.
En medio del estercolero de las proclamas, cuando las portadas de los periódicos las ocupan políticos u otras razas agrias de la gendarmería democrática que definitivamente han dejado de hablar de nosotros y abultan el fascismo de la inacción, acudir a Viéitez es una forma de recuperar el perfil justo de la gente, la memoria de otro tiempo, años 50/60 tierra adentro, esa música devota del silencio que es un punto de escucha, un registro ingenuo de memoria que nos da otra oportunidad.
Porque Viéitez hizo de su intuición un abecedario donde aún nos reconocemos, porque interrogaba crudamente con su bondad de gallego esquivo. Porque sus intantáneas legalizan la parte más humana del hombre, aquella que amenaza ruina. Hoy que la estupidez lo infecta todo y sale reforzada de la basura cultural que nos nutre, resulta alentador detenerse ante sus fotografías. Allí está el fosfato puntual de algunas existencias que posaron para él con una desnudez que es conquista, pues la poesía también se escribe con el cuerpo.
No necesitó jamás de esa detonación expansiva que empuja al vacío a tantos artistas y tampoco se avino a la cháchara desenfocada de los albañales del arte. Viéitez era un tipo solitario, desconfiado y menudo que guardaba los negativos en cajas de chapa donde luego iban a parir las gatas de la casa. Allá, en Soutelo de Montes, entre Orense y Pontevedra. Fue un fotógrafo cuidadoso con la materia viva que retrataba. Y con eso basta. Jamás se dio pisto. Nunca se consideró un creador de nada. Si acaso un artesano audaz. Un día dejó de hacer instantáneas y entonces fue cuando el prestigio se le echó encima como una pesadilla. Para él fue un incordio. Para algunos, una revelación.
Y descubrimos en él otra forma de mirar que viene de lo hondo del bosque, a un ser estepario que es todo aquello que nosotros no hemos sido. El necesario contrapeso para soportar la morfina de esta fea actualidad decolorada. Ya verán.
Antonio Lucas (El Mundo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario