Los cuentos están repletos de instrucciones que nos guían en medio de las complejidades de la vida. Los cuentos nos permiten comprender la necesidad de recobrar un arquetipo sumergido y los medios para hacerlo. Los cuentos de las páginas siguientes son, de entre los centenares que he estudiado y con los que he trabajado a lo largo de varias décadas, los que, a mi juicio, más claramente expresan la riqueza del arquetipo de la Mujer Salvaje.
A veces, varias capas culturales desdibujan los núcleos de los cuentos. Por ejemplo, en el caso de los hermanos Grimm (entre otros recopiladores de cuentos de hadas de los últimos siglos), hay poderosas sospechas de que sus confidentes (narradores de cuentos) de aquella época "purificaron" los relatos para no herir la susceptibilidad de los piadosos hermanos. A lo largo del tiempo, se superpusieron a los viejos símbolos paganos otros de carácter cristiano, de tal forma que el viejo curandero de un cuento se convirtió en una perversa bruja, un espíritu se transformó en un ángel, un velo de iniciación en un pañuelo o una niña llamada Bella (el nombre habitual de una criatura nacida durante el solsticio de verano) se rebautizó con el nombre de Schmerzenreich, Apenada. Los elementos sexuales se eliminaban. Las amables criaturas y animales se transmutaban a menudo en demonios y cocos.
De esta manera se perdieron muchos relatos didácticos sobre el sexo, el amor, el dinero, el matrimonio, el nacimiento, la muerte y la transformación. De esta manera se borraron también los cuentos de hadas y los mitos que explican los antiguos misterios de las mujeres. Casi todas las viejas colecciones de cuentos de hadas y mitos que hoy en día se conservan se han expurgado de todo lo escatológico, lo sexual, lo perverso (incluso las advertencias contra todas estas cosas), lo precristiano, lo femenino, las diosas, los ritos de iniciación, los remedios para los distintos trastornos psicológicos y las instrucciones para los arrobamientos espirituales.
Pero no se han perdido para siempre. De niña escuché lo que me consta que son temas íntegros y sin retoque de antiguas historias, muchos de los cuales se incluyen en este libro. No obstante, hasta los fragmentos de relatos en su forma actual pueden contener todo el conjunto de la historia. He rebuscado un poco en lo que denomino en broma la medicina forense y la paleomitología de los cuentos de hadas, por más que la reconstrucción sea esencialmente una tarea larga, complicada y contemplativa. En pro de la efectividad, utilizo varias formas de exégesis, comparando los leitmotifs, considerando deducciones antropológias e históricas y formas tanto nuevas como antiguas. Trato de reconstruir los relatos a partir de antiguas pautas arquetípicas aprendidas en mis estudios de psicología analítica y arquetípica, una disciplina que preserva y estudia todos los temas y argumentos de los cuentos de hadas, las leyendas y los mitos para poder entender las vidas instintivas de los seres humanos. Para ello me resultan útiles los patrones subyacentes en los mundos imaginarios, las imágenes colectivas del inconsciente y las que aparecen en los sueños y en los estados de conciencia no ordinarios. Y para redondear la tarea con un toque más vistoso comparo las matrices de los relatos con los restos arqueológicos de las antiguas culturas, tales como objetos rituales de alfarería, máscaras y figurillas. Con pocas palabras y utilizando una locución típica de los cuentos de hadas, me he pasado mucho tiempo hozando las cenizas.
Llevo unos veinticinco años estudiando las pautas arquetípicas y el doble de años estudiando los mitos, los cuentos de hadas y el folclore de mis culturas familiares. He adquirido un vasto cuerpo de conocimientos acerca de la osamenta de los relatos y sé cuándo falta algún hueso en una historia. A lo largo de los siglos, las conquistas de naciones por parte de otras naciones y las conversiones religiosas tanto pacíficas como forzosas han cubierto o alterado el núcleo original de los antiguos relatos.
Pero hay una buena noticia. A pesar de las ruinas estructurales que se observan en las versiones existentes de los cuentos, existe una pauta muy definida que sigue brillando con fuerza. A través de la forma y la configuración de los distintos fragmentos y las distintas partes, se puede establecer con una considerable precisión qué se ha perdido en un relato y reconstruir cuidadosamente las piezas que faltan; lo que permite a menudo descubrir unas soprendentes subestructuras que alivian en cierto modo el pesar de las mujeres por la destrucción de los antiguos misterios. Los antiguos misterios no se han destruido. Todo lo que se necesita, todo lo que podríamos necesitar en algún momento, nos sigue hablando todavía en susurros desde los huesos de los relatos.
Recoger la esencia de los relatos constituye una tarea dura y metódica de paleontólogo. Cuantos más huesos contenga la historia, tanto más probable será encontrar su estructura integral. Cuanto más enteros estén los relatos, más sutiles serán los giros y vueltas de la psique que advirtamos y tantas más oportunidades tendremos de captar y evocar nuestro trabajo espiritual. Cuando trabajamos el alma, ella, la Mujer Salvaje, crea una mayor cantidad de sí misma.
De niña tuve la suerte de estar rodeada de personas de muchos antiguos países europeos y también de México. Muchos miembros de mi familia, mis vecinos y amigos, acababan de llegar de Hungría, Alemania, Rumanía, Bulgaria, Yugoslavia, Polonia, Checoslovaquia, Serbo-Croacia, Rusia, Lituania y Bohemia, y también de Jalisco, Michoacán, Juárez y de muchas de las aldeas fronterizas de México/Texas/Arizona. Ellos y muchos otros -nativos americanos, gente de los Apalaches, inmigrantes asiáticos y muchas familias afroamericanas del sur- habían llegado para trabajar en los cultivos y las cosechas, en los fosos ceniceros de las fábricas, las acerías, las cervecerías y las tareas domésticas. En su inmensa mayoría no eran personas instruidas en el sentido académico, pero, aun así, eran profundamente sabios. Eran los portadores de una valiosa y casi pura tradición oral.
Muchos miembros de mi familia y muchos de los vecinos que me rodeaban habían sobrevivido a los campos de trabajos forzados, de personas desplazadas, de deportación y de concentración, donde los narradores de cuentos que había entre ellos habían vivido una versión de pesadilla de Sherezade. Muchos habían sido despojados de las tierras de su familia, habían vivido en cárceles de inmigración, habían sido repatriados en contra de su voluntad. De aquellos rústicos contadores de historias aprendí por primera vez las historias que cuentan las personas cuando la vida es susceptible de convertirse en muerte y la muerte en vida en cuestión de un momento. El hecho de que sus relatos estuvieran tan llenos de sufrimiento y esperanza hizo que, cuando crecí lo bastante como para poder leer los cuentos de hadas en letra impresa, éstos me parecieran curiosamente almidonados y planchados en comparación con aquéllos.
En mi primera juventud, emigré al oeste hacia las Montañas Rocosas. Viví entre afectuosos extranjeros judíos, irlandeses, griegos, italianos, afroamericanos y alsacianos que se convirtieron en amigos y almas gemelas. He tenido la suerte de conocer a algunas de las insólitas ya antiguas comunidades latinoamericanas del sudoeste de Estados Unidos como los trampas y los truchas de Nuevo México. Tuve la suerte de pasar algún tiempo con amigos y parientes americanos nativos, desde los inuit del norte, pasando por los pueblos y los plains del oeste, los nahuas, lacandones, tehuanas, huicholes, seris, maya-quichés, maya-cakchiqueles, mesquitos, cunas, nasca/quechuas y jíbaros de Centroamérica y Sudamérica.
He intercambiado relatos con hermanas y hermanos sanadores alrededor de mesas de cocina y bajo los emparrados, en corrales de gallinas y establos de vacas, haciendo tortillas, siguiendo las huellas de los animales salvajes y cosiendo el millonésimo punto de cruz. He tenido la suerte de compartir el último cuenco de chile, de cantar con mujeres el gospel para despertar a los muertos y de dormir bajo las estrellas en casas sin techumbre. Me he sentado alrededor de la lumbre o a cenar a ambas cosas a la vez en Little Party, Polish Town, Hill Country, los Barrios y otras comunidades étnicas de todo el Medio Oeste y el Lejano Oeste urbano y, más recientemente, he intercambiado relatos sobre los sparats, los fantasmas malos, con amigos griots de los Bahamas.
He tenido la inmensa suerte de que dondequiera que fuera los niños, las matronas, los hombres en la flor de la edad, los pobres tontos y las viejas brujas -los artistas del espíritu- salieran de sus bosques, selvas, prados y dunas para deleitarme con sus graznidos y sus kavels. Y yo a ellos con los míos.
Clarissa Pinkola Estés
Las mujeres que corren con los lobos: Mitos y relatos del arquetipo de la Mujer Salvaje
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