La estrategia podía haber sido otra. Escabrosos episodios de abuso sexual a menores y jóvenes seminaristas ya se hallaban secretamente inventariados en varias diócesis del orbe católico y la Santa Sede tenía noticia de ellos, ni que fuera de manera fragmentaria o parcial. En los años ochenta, el cardenal alemán Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el más importante de los dicasterios romanos –el ministerio encargado de velar por la rectitud doctrinal–, empezó a reservar los viernes para la lectura de los escabrosos expedientes que llegaban a Roma. Ratzinger comentó más de una vez a sus colaboradores que los viernes se habían convertido en su día de penitencia.
Yuri Andropov probablemente nunca lo supo. En 1978, el enjuto presidente del Comité para la Seguridad del Estado (KGB) estaba enfurecido con sus hombres en Polonia e Italia. Nadie le había advertido que un cardenal del Este podía ser elegido jefe de la Iglesia católica. Una investigación posterior del Kremlin concluyó que la imprevista entronización del cardenal Wojtyla había sido propiciada por una entente entre norteamericanos y alemanes, alentada por Zbigniew Brzezinski, consejero de Seguridad Nacional del presidente Carter, nacido en Polonia. El cónclave es secreto. Y alrededor de ese secreto siempre hay voces. Las voces de 1978 decían que los cardenales alemanes tuvieron un papel relevante en la sesión secreta que eligió al sucesor del efímero Juan Pablo I (Albino Luciani, 33 días en la cátedra de san Pedro, un lema: humildad, y una muerte súbita).
El informe encargado por el severo Andropov al agente Oleg Bogomolov concluía que el nuevo Papa polaco no tardaría en emprender una campaña en favor de la libertad religiosa en el bloque soviético, amenaza que requería la adopción de medidas preventivas.
La implicación del KGB en el fallido atentado del 13 de mayo de 1981 no ha sido nunca del todo confirmada. Disidentes del servicio soviético declararon años después que el asunto fue discutido en los órganos superiores de la Lubyanka y se mantiene la sospecha de que el sicario turco Mehmet Alí Agca pudo contar con apoyo del jefe de la oficina de las aerolíneas búlgaras en Roma. Tras ser detenido en la plaza de San Pedro, Agca adoptó pronto la pose del iluminado y aún hoy, cumpliendo prisión en su país, jura que actuó solo. Su fantasía tiene un límite: jamás ha señalado a Rusia. Y el Vaticano nunca ha querido acusar a Moscú. Desde la caída del Muro de Berlín y la implosión del bloque soviético, Roma ha hecho lo posible para no enojar a los nuevos poderes rusos. El sueño de Juan Pablo II era el de abrazar al patriarca ortodoxo de Moscú. Nunca pudo cumplirlo. Treinta años después, el acercamiento a la Iglesia ortodoxa sigue siendo una de las prioridades del Vaticano. Y en el Kremlin gobierna un ex coronel del Comité para la Seguridad del Estado, que en 1981 se hallaba destacado en Alemania del Este.
Andropov podía haber tenido a su alcance un arma muchísimo más peligrosa que la pistola torpemente disparada por Alí Agca. Con un poco de pericia, el KGB podría haber tenido en sus manos un veneno mortal para el prestigio de la Iglesia católica en el mundo. Bastaba con fisgar en los archivos de algunas diócesis. Bastaba con calentar algunas denuncias públicas. Bastaba con incentivar la presentación de algunas demandas por parte de abogados dispuestos al riesgo. Y no lo hizo.
¿Por qué no lo hizo? Porque no podía. ¿Y por qué no podía? Porque el mundo era otro. Aún en el supuesto de haber accedido a la información –entonces cerrada bajo siete llaves– sobre las conductas abusivas de algunos sacerdotes y religiosos, ni el KGB ni ningún otro servicio de su órbita estaba en condiciones de propiciar un escándalo a escala mundial. Porque el mundo era otro.
El mundo de la guerra fría fue un cuadro de tensiones organizado en vertical. Apenas había ordenadores. La única red era la de la telefonía con hilos. En ambos bloques imperaba la lógica de la fábrica: las piezas de abajo obedecían a las de arriba. En un mundo aún claramente jerarquizado, la Iglesia católica tenía un poder de disuasión muy superior al actual. Y desde 1980, tras la elección de Ronald Reagan como presidente de Estados Unidos, quedó clara la novísima alianza entre Roma y Washington. Reagan y Wojtyla, dos hombres con un gran sentido de la escena, se apreciaron y se admiraron mutuamente. Ambos disponían de una información precisa sobre la creciente debilidad del bloque soviético. Y ambos quisieron rematarlo. Tras el fallido atentado de Roma, Juan Pablo II devino un héroe mundial. Ninguna denuncia sobre algún lóbrego asunto podía hacerle daño. El mundo era otro.
El fuerte impacto que hoy están teniendo esas denuncias nos explica hasta qué punto el mundo ha cambiado en los últimos treinta años. La Iglesia católica, aún conservando importantes cotas de influencia, es hoy menos temida. La Iglesia se ha alejado del Imperio. El primero en hacerlo fue el propio Papa Wojtyla cuando se negó a bendecir la guerra del Golfo en 1991.Y doce años después, se opuso a la invasión de Iraq. Algunos católicos creen que la sobreexplotación mediática de los casos de abuso sexual en la Iglesia es el precio que paga Roma por haber dicho no a los dos Bush (padre e hijo) y a sus amigos de Israel. Quizás sea una explicación demasiado simple. Más cosas han cambiado. Existe la red. Existe una nueva cultura popular de la queja. Y hay más abogados dispuestos a presentar querellas. El mundo es otro.
Enric Juliana (La Vanguardia)
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